El espacio es infinito, inabarcable para
el conocimiento humano, es como una hoja de papel, el todo y la nada.
El hombre desde sus comienzos ha
necesitado entender el espacio que le rodea, y para ello se apropió de cuevas,
abrigos, etc, y más delante de una pequeña choza o cabaña donde guarecerse y
tranquilizar su espíritu.
En la necesidad de situarnos somos capaces
de apropiarnos de los elementos que nos rodean, recordarlos y seleccionar
aquellos que nos interesan para nuestro cometido. Un cielo limpio es bello,
pero unas nubes, un arcoíris o la misma estela de un avión nos ubica en la
pequeña capa donde nos movemos. A menor escala, unos cables de alta tensión o
las ramas de unos árboles nos determinan otros espacios más abarcables.
En ese afán, cualquier objeto por muy
pequeño que sea es susceptible de generar un espacio nuestro, o mejor dicho
mio, unas pequeñas líneas en un papel cuadriculado me terminan rodeando y me
transportan a un pequeño laberinto, un espacio tortuoso pero fascinante.
Cualquier espacio nos aportará unas
sensaciones particulares según nuestro estado de ánimo, su ubicación, su
función, sus elementos constructivos, sus materiales. No es lo mismo un
submarino varado en puerto, que a 3000 metros de profundidad. Sensaciones
distintas nos aporta un cubículo de 1 m2, si es un pequeño aseo nos produce
recogimiento y sosiego, un zulo nos aporta tensión y desasosiego.
En arquitectura y diseño un espacio
comienza a tomar forma cuando surge una idea, cuando un garabato en un papel
comienza a desarrollarse dando paso a la construcción de dicho espacio.
Cada espacio es distinto y cada persona
también, por lo que un mismo espacio puede causar sensaciones diversas
dependiendo de la persona que lo habite. Por lo tanto, toda aquella persona que
decida servir a la sociedad como instrumento generador de espacios tendrá a su
alrededor toso aquello que precisa, solo tendrá que seleccionar lo que la
sociedad o el cliente deseen y ponerlo al servicio de estos.